martes, 15 de abril de 2014

LA TORRE HABITADA




Vivo aquí; en este recinto amurallado, en la torre que me pareció más habitable cuando llegué. Sí, es un castillo ubicado en la parte más elevada de la colina más lejana que jamás pudierais imaginar. Llegué vestida de blanco, teniendo la certeza de que nunca más saldría de este lugar.
Ellos; los de abajo, me dan agua, comida y medicamentos. A cambio quieren saber mi nombre, mi vida, todas las circunstancias que me condujeron hasta este lugar.
Nunca hablaré de mi pasado. Me gusta pensar que soy una princesa, la princesa que habita la torre más alta a la espera de que un caballero llegue hasta aquí para besarme y hablarme de aventuras y mares embravecidos y luchas contra gigantes… ¿Dónde está el problema? Ellos; los de abajo, siempre me repiten:
-¡Se acabó el juego!
Pero se equivocan. Esto no es un juego. Podría ser cualquier cosa menos un juego.
Cuando descubrí que se amaban, me quedé fría, caí al suelo sin hacerme daño, cuestionándome el verdadero significado de la palabra lealtad. Se amaron en secreto durante mucho tiempo, engañándome a sabiendas, quebrantando todos los límites de la confianza que yo tenía depositada en ambos. Aquella mañana de septiembre yo llegaba del banco. Abrí la puerta de casa con mi propia llave y al entrar noté algo raro e incomprensible, algo malo…Era el peso de dos respiraciones agitadas. Ella se abalanzó sobre mí y me amenazó con el cuchillo que utilizábamos para cortar la carne; me llevó hasta la cocina; él estaba desnudo, sentado en una silla, atado y amordazado. Lloraba…Yo me quedé de pie, horrorizada; sin comprender aún la dimensión de una tragedia inminente. Ella tomó la palabra. Seguía siendo muy joven a pesar de los años transcurridos, aunque no demasiado guapa; nunca lo fue. Cuando la contraté para trabajar en casa tenía dieciocho años; era casi una niña. Empezó a contarme cómo llevaban años engañándome, qué cosas hacían los dos juntos en la cama, cómo mi marido le daba dinero…mucho más dinero del sueldo que yo le pagaba y cómo de un tiempo a esta parte se estaba negando a suplementarle lo que ella ordenaba. Él se retorcía desde su silla emitiendo sonidos desesperados, clavando sus ojos en mí, suplicándome  perdón. Yo ya había caído al suelo, aunque traté de mantener la calma…Ella estaba como loca. Había perdido el control. Creo que fue allí, tirada en el suelo, cuando empecé a darme cuenta de lo peligrosa que era. Le dije que lo podíamos solucionar, que mantuviera la calma. Sin mediar palabra se acercó hasta mí y me abofeteó la cara. Acabé como él; sentada en otra silla, atada y amordazada…y así fui testigo de aquella crueldad. Lo apuñaló sin que yo pudiera hacer nada…Lo mató delante de mí. Recuerdo la sangre y la muerte en su rostro. Lo mató a cuchilladas…y huyó. Yo estuve allí frente a él mucho tiempo. Me resultó muy extraño percibirlo sin vida. Me resultó muy extraño percibirlo como un traidor. Un traidor que acababa de morir asesinado en mi presencia. Ella no fue muy lejos. Lleva años pudriéndose en la cárcel. Él fue enterrado conforme a la tradición cristiana…Y yo…me marché. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me tragué mi rabia y mis ganas de venganza; me tragué mi pena honda; muy honda…y comencé a andar sin rumbo, sin nombres, sin puntos cardinales.
Pasaron años de vida en las calles, al amparo del sol y del frío, al son constante del olvido. Pasaron años de esquinas y paredes desconchadas, de nubes y claros en todos los cielos que a mí siempre me parecían el mismo. Conocí realidades extremadamente diferentes a la que yo había vivido; conocí lo particular de muchas historias que nada tenían que ver con la mía. El pasado y el presente seguían siendo tiempos que ordenaban mi dolor sobre una línea invisible que seguía hiriéndome hasta la sangre más espesa. En muchas ocasiones quise morir pero nunca fui capaz de apartar mi existencia de este mundo hostil y solitario en el que llevo subsistiendo tanto tiempo.
De pronto alguien quiso protegerme. Fue ante una de mis crisis. Puede que se fijara en mis ojos y leyera en ellos una nueva teoría sobre la tristeza. Puede que se conmoviera ante mis manos sin fuerza, sin razones, sin destino. El caso es que se apiadó de mí. Me recogió de la calle y me trajo hasta aquí.
Ellos; los de abajo, me cuidan… e insisten, insisten, insisten.

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