Vivo aquí; en este
recinto amurallado, en la torre que me pareció más habitable cuando llegué. Sí,
es un castillo ubicado en la parte más elevada de la colina más lejana que
jamás pudierais imaginar. Llegué vestida de blanco, teniendo la certeza de que
nunca más saldría de este lugar.
Ellos; los de abajo, me
dan agua, comida y medicamentos. A cambio quieren saber mi nombre, mi vida,
todas las circunstancias que me condujeron hasta este lugar.
Nunca hablaré de mi
pasado. Me gusta pensar que soy una princesa, la princesa que habita la torre
más alta a la espera de que un caballero llegue hasta aquí para besarme y
hablarme de aventuras y mares embravecidos y luchas contra gigantes… ¿Dónde
está el problema? Ellos; los de abajo, siempre me repiten:
-¡Se acabó el juego!
Pero se equivocan. Esto
no es un juego. Podría ser cualquier cosa menos un juego.
Cuando
descubrí que se amaban, me quedé fría, caí al suelo sin hacerme daño,
cuestionándome el verdadero significado de la palabra lealtad. Se amaron en
secreto durante mucho tiempo, engañándome a sabiendas, quebrantando todos los
límites de la confianza que yo tenía depositada en ambos. Aquella mañana de
septiembre yo llegaba del banco. Abrí la puerta de casa con mi propia llave y
al entrar noté algo raro e incomprensible, algo malo…Era el peso de dos
respiraciones agitadas. Ella se abalanzó sobre mí y me amenazó con el cuchillo
que utilizábamos para cortar la carne; me llevó hasta la cocina; él estaba
desnudo, sentado en una silla, atado y amordazado. Lloraba…Yo me quedé de pie,
horrorizada; sin comprender aún la dimensión de una tragedia inminente. Ella
tomó la palabra. Seguía siendo muy joven a pesar de los años transcurridos,
aunque no demasiado guapa; nunca lo fue. Cuando la contraté para trabajar en
casa tenía dieciocho años; era casi una niña. Empezó a contarme cómo llevaban
años engañándome, qué cosas hacían los dos juntos en la cama, cómo mi marido le
daba dinero…mucho más dinero del sueldo que yo le pagaba y cómo de un tiempo a
esta parte se estaba negando a suplementarle lo que ella ordenaba. Él se
retorcía desde su silla emitiendo sonidos desesperados, clavando sus ojos en
mí, suplicándome perdón. Yo ya había
caído al suelo, aunque traté de mantener la calma…Ella estaba como loca. Había
perdido el control. Creo que fue allí, tirada en el suelo, cuando empecé a
darme cuenta de lo peligrosa que era. Le dije que lo podíamos solucionar, que
mantuviera la calma. Sin mediar palabra se acercó hasta mí y me abofeteó la cara.
Acabé como él; sentada en otra silla, atada y amordazada…y así fui testigo de
aquella crueldad. Lo apuñaló sin que yo pudiera hacer nada…Lo mató delante de
mí. Recuerdo la sangre y la muerte en su rostro. Lo mató a cuchilladas…y huyó.
Yo estuve allí frente a él mucho tiempo. Me resultó muy extraño percibirlo sin
vida. Me resultó muy extraño percibirlo como un traidor. Un traidor que acababa
de morir asesinado en mi presencia. Ella no fue muy lejos. Lleva años
pudriéndose en la cárcel. Él fue enterrado conforme a la tradición cristiana…Y
yo…me marché. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me tragué mi rabia y mis ganas de
venganza; me tragué mi pena honda; muy honda…y comencé a andar sin rumbo, sin
nombres, sin puntos cardinales.
Pasaron
años de vida en las calles, al amparo del sol y del frío, al son constante del
olvido. Pasaron años de esquinas y paredes desconchadas, de nubes y claros en
todos los cielos que a mí siempre me parecían el mismo. Conocí realidades
extremadamente diferentes a la que yo había vivido; conocí lo particular de
muchas historias que nada tenían que ver con la mía. El pasado y el presente
seguían siendo tiempos que ordenaban mi dolor sobre una línea invisible que
seguía hiriéndome hasta la sangre más espesa. En muchas ocasiones quise morir
pero nunca fui capaz de apartar mi existencia de este mundo hostil y solitario
en el que llevo subsistiendo tanto tiempo.
De
pronto alguien quiso protegerme. Fue ante una de mis crisis. Puede que se
fijara en mis ojos y leyera en ellos una nueva teoría sobre la tristeza. Puede
que se conmoviera ante mis manos sin fuerza, sin razones, sin destino. El caso
es que se apiadó de mí. Me recogió de la calle y me trajo hasta aquí.
Ellos; los de abajo, me
cuidan… e insisten, insisten, insisten.
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