Cuando Celia nació hace dos años y medio, a su madre
dejaron de importarle todas las tazas que se pueden romper y todo el tiempo que
desaparece en una semana; ni siquiera le
importó abandonar su trabajo, tan monótono y aburrido.
Cada mañana se levantaba muy feliz y muy temprano;
recogía la casa, preparaba la comida y cuando Celia se despertaba sobre las
nueve, su mamá se dedicaba durante el resto del día a enseñarle cuánto valen
los besos.
Y así, persiguiendo los besos de mami, fue como
Celia aprendió a voltearse completamente, siendo un bebé y a andar y a
reconocer formas y muchos colores; los suficientes como para que su mundo sea
ya un mundo precioso.
Hay una cosa que no sabe nadie, y es que a Celia le
gusta imaginar que es un pirata, con su parche en el ojo, con su timón entre
las manos y con su loro parlanchín sobre el hombro izquierdo. Quizá éste sea el
motivo por el que adora la inmensidad del mar y por el que nunca se desprende
de su pequeña brújula dorada.
Celia no va a clase de ballet, ni de piano; ni falta
que le hace. Ella es una aventurera, valiente y vital; así que ya es suficiente
con superar los rumbos difíciles recogidos en su cuaderno de bitácora.
"Gracias Celia, por habernos enseñado a vivir”- le
repiten sus padres cada día que pasa. Y ella sonríe, asimétricamente bella y
ajena a cualquier tipo de crueldad.
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